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Me importa un pepino
Por Luis Castelli
"... el niño mira sin horror a los tigres porque no ignora que él es los tigres y los tigres son él o, mejor dicho, que los tigres y él son de una misma esencia".
Manual de zoología fantástica, de Jorge Luis Borges y Margarita Guerrero".
Corrí una piedra y encontré un bicho bolita que se contrajo ante el rayo de luz que caía como una lanza. Me volvió de pronto una escena recurrente de mi infancia, cuando los apuraba con el dedo por el incontenible placer de verlos tomar esa forma acorazada, hermética. Por verlos rodar.
Me pregunté entonces hasta qué punto nos importa a los seres humanos la vida de éstos y tantos otros seres en miniatura que comparten nuestro tiempo en el planeta. Y recordé un artículo publicado tiempo atrás en este diario que despertó mi curiosidad. Decía que un equipo de investigadores argentinos había descubierto que una de las especies vulgarmente conocidas como pepino de mar tiene la capacidad de inhibir la proliferación de células malignas. Una información por demás esperanzadora que, sin embargo, podría quedar relegada a segundo plano, tratándose de estos primos de las estrellas marinas, al tacto parecidos a una sandía, que viven alejados de todo interés humano que trascienda la preparación del sushi.
Es que su existencia, como la de tantos otros seres, pasa inadvertida y su desaparición importa -literalmente- un pepino. Lo demuestran las pruebas irrefutables de que la actividad humana está condenando a la extinción a unas 27.000 especies vegetales y animales cada año. Una tasa demoledora: algo así como 74 especies por día y tres cada hora.
Debo aclarar que siempre he pensado que estas cifras no conforman un lenguaje adecuado para despertar nuestra conciencia. Su constante difusión en los medios no ha servido hasta el momento para generar un cambio de conducta de los seres humanos en su relación con la naturaleza, probablemente porque las magnitudes son tan avasallantes que generan un rechazo automático, una indiferencia casi autista.
Vale la pena destacar que, si bien los científicos todavía no se ponen de acuerdo sobre el número total de especies que habitan nuestro planeta, se estima que oscilan entre 10 y 50 millones, desde grandes mamíferos hasta diminutos microorganismos para los cuales el bicho bolita constituye una criatura descomunal.
Algunas de estas especies desaparecen antes de que conozcamos su existencia, arrastradas por una tasa media de extinción 10.000 veces más rápida que la que prevaleció durante 65 millones de años, desde fines de la era mesozoica, cuando desaparecieron tres cuartas partes de todas las especies, incluidos los dinosaurios. Es por esto que los especialistas aseguran que estamos acercándonos hacia otra gran extinción, con características similares a las últimas cinco registradas. Sólo que ahora no se trata de un meteorito ni de erupciones volcánicas. Y que esta vez no sólo estamos para atestiguarla: se trata de nosotros.
La causa principal es la degradación y pérdida de hábitats, que afecta a 9 de cada 10 especies amenazadas. Los vamos corriendo, los vamos mudando a empujones, los echamos. Cada año se pierden unas 15 millones de hectáreas de bosque en el planeta, y la mayor parte de esa pérdida ocurre en los bosques tropicales, donde se identifican los más altos niveles de biodiversidad. No obstante, el consenso reinante es que no hay nada en esa clase de incidentes que sugiera que nuestro modo de vida está amenazado. No nos damos cuenta de que lo que le pasa al planeta nos pasa a nosotros. Y somos testigos de esta autodestrucción sutil sin percibirlo, como si los seres humanos pertenecieran a un orden distinto que el resto del mundo real. Sin embargo, son muchas las voces en apoyo de una postura contraria que nos define como una especie animal como cualquier otra, entre ellas las del escritor Francis Fukuyama y el reconocido entomólogo estadounidense Edward Wilson.
Para satisfacer nuestras necesidades agrícolas, hemos transformado de alguna manera casi la mitad de la superficie de la Tierra no cubierta por el hielo. Hemos contenido y desviado ríos. Hemos construido represas e inundado pastizales. Hemos secado humedales y los hemos fraccionado luego en sitios que cubrimos con cemento sobre el cual han crecido edificios, fábricas. Hemos contaminado. Hemos emitido gases. Hemos visto crecer los desiertos en oleadas de arena sobre sitios donde antes había cobertura vegetal. Lo hacemos despacio, confiados en el progreso mientras van multiplicándose los aglomerados humanos.
No me interesa hacer un juicio de valor. Sólo describir el modo en que ocurre este progreso. De a poco. Por proyecto. Y eso da lugar a la comprensible explicación económica, social o política para justificarlo por las siempre insaciables fuentes de trabajo sin que se analice si esta obra, en apariencia inocua o adecuadamente mitigada según los "estándares", es un componente del todo. Los llamados efectos acumulativos, esos de los cuales nadie se siente parte.
¿Nos importa un pepino? Es curioso que, para referirnos a algo que carece de valor o que importa poco, lo comparemos con el pepino u otra especie que se ha caracterizado por mantener un perfil bajo en el transcurso de la historia. Decimos "Me importa un bledo", en alusión a una planta rastrera; "Me importa un rábano", mencionando el fruto de otra planta de esas mismas características; o bien "Me importa un comino", aludiendo a un fruto relegado a los condimentos culinarios.
Tal vez por este motivo la desaparición de muchas especies termina por resultarnos indiferente en la medida en que no interfiera con abrir nuestro surco hacia el progreso. Desconocemos que cada especie es una ventana abierta a la totalidad, a la naturaleza. Y que todas ellas viven entrelazadas entre sí conformando los ecosistemas sobre los que depende nuestra vida de una manera que ignoramos. Porque cada una de ellas es una obra maestra de la evolución de miles, millones de años.
Sin embargo, más allá de una necesaria relación ética con la naturaleza, del respeto a todos los seres y del compromiso de preservar los recursos naturales para las futuras generaciones, están perdiéndose los recursos que estas especies podrían brindar más allá de los usos obvios vinculados con la alimentación y la vestimenta. Basta mencionar que varias plantas, hongos y bacterias, en apariencia no valiosas, constituyen la fuente de productos medicinales esenciales. Por dar solo unos muy pocos ejemplos de la potencialidad de la biodiversidad como fuente de medicinas: la penicilina es un antibiótico que encuentra su origen en un hongo; la morfina es una droga extraída de la amapola blanca que ayuda a aliviar el dolor; la aspirina (ácido acetilsalicílico) se obtiene de la corteza del sauce y se utiliza como analgésico; la quinina se extrae de la corteza de la quina con el fin de combatir el paludismo; la ciclosporina resulta de un hongo y se utiliza en los trasplantes para evitar el rechazo en los injertos; la vinca de Madagascar se emplea para el tratamiento de la leucemia.
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Con la pérdida de especies pueden estar desapareciendo beneficios similares, productos de inimaginable valor y potencial. Y los desaprovechamos como si nos sobrara todo. Sucede que, pese a que nuestras ambiciones no tienen límites, los recursos de la tierra son, nos guste o no, irremediablemente finitos. ¿Pasaremos de la abundancia a la indigencia?
El bienestar humano depende de todos estos llamados "servicios ecosistémicos" o "servicios ambientales" que son las utilidades que la naturaleza proporciona a la humanidad en su conjunto en forma gratuita, como el agua, la purificación del aire, la pesca, la madera el ciclo de nutrientes entre otras tantos.
Sólo un ejemplo resulta ilustrativo: los arrecifes de coral constituyen excelentes barreras naturales contra inundaciones y tempestades y su pérdida ha generado un impacto notable en las comunidades costeras debido a los desbordamientos del mar. Sin embargo los daños a las barreras de coral -o a los humedales, que tienen funciones similares- se perciben con desdén como situaciones ajenas, que en nada afectan nuestra vida, y por lo tanto nos importan un pepino.
Es que el uso intensivo de los ecosistemas suele ser muy lucrativo en el corto plazo, pero un uso abusivo e insostenible puede suponer pérdidas en el largo plazo. Con el tiempo, el valor de esos servicios perdidos podría ser muy superior a los beneficios económicos obtenidos en el corto plazo. Y como bien se refleja en la Evaluación de Ecosistemas del Milenio, un país podría talar sus bosques y agotar sus recursos pesqueros y, a pesar de la pérdida de capital natural, esto quedaría reflejado en su PBI únicamente como una ganancia por los ingresos generados en la venta de dichos productos. De modo que aquí hay un gran desafío y es integrar en la economía la valoración de estos servicios. Y saber el impacto que cada nueva actividad causa en ellos. No hacerlo no es más que una espontaneidad salvaje que demuestra la perfecta inutilidad de las evaluaciones de impacto ambiental en su versión actual.
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